Jardines de interior
Por Rubén Arribas Ilustración Alba Blázquez
A veces desde lo alto, en la ventana, incluso levitando y otras tumbado, dormido o soñando sobre su manto pardo veo mi jardín. En él no hay rosas, ni claveles, ni siquiera tulipanes. Está lleno de arbustos silvestres, salvajes e ingobernables, como todos aquellos helechos de deseos y aspiraciones imposibles, amores idealizados, inventados, imaginados que crecieron con fuerza inusitada, pero nunca florecieron como la cornicabra, la jara pringosa, el romero o la retama, hasta aquel majuelo del primer beso, eterno en el borde del camino, de piel suave y lisa y brazos de fuertes espinas, sus pechos como lóbulos dentados y su flor infanta y blanca con un pequeño fruto comestible de un rojo encendido.
Mi jardín está invadido de plantas amantes efímeras pero de perfume perenne de las que se bebe pureza y se es siempre ingrato por naturaleza en el recuerdo. Un campo de espigas. La verónica, la violeta, la amapola y aquella ortiga que rozó mi corazón de un escozor tan agudo, penetrante e intenso como fugaz y traicionero en el tiempo. En mi jardín hay un castaño metáfora que se partió en dos para convertir su tallo en cobijo de tormentas, un alcornoque soneto que resucitó a un muerto, y también hay un pino verso en lo más alto, que rima con mis ausencias. De él se caen las piñas que recojo cada día para dar calor a mi existencia. Mi jardín no morirá mientras puedas contemplarlo desde el altozano. Porque allá donde mires, en cada persona, crece un jardín que permanece, incluso en su ausencia, sólo si alguien lo riega.
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